La gastronomía de un país es reflejo de su historia, su cultura y, por ende, de su identidad.

Panamá se encuentra en un momento en el que su propuesta gastronómica se va haciendo cada vez más sólida, va adquiriendo más fuerza y su presencia internacional cada vez es mayor. Quedaron atrás aquellos años en los que si querías disfrutar platos típicos de la gastronomía panameña eran contados los restaurantes en la ciudad a los que podías acudir y, en algunos de ellos, uno se sentía como turista.

Actualmente no hace falta dar tantas vueltas pues los chefs y restauranteros locales han tomado conciencia de las riquezas de la gastronomía panameña e incluyen sabores autóctonos panameños bien en platos tradicionales bien en reinterpretaciones o en adaptaciones.

Y esta orientación conceptual colectivizada, tal vez espontánea, tal vez dirigida, no sólo enriquece al comensal que disfruta los platos sino que favorece a los productores locales que suministran sus productos a los restaurantes.

Desde productores de carnes, vegetales, frutas, pescadores, lecheros, productores de quesos artesanales, de mermeladas y salsas, microhierbas y flores comestibles, raspadura, licores… Sin olvidar a esos artesanos que fabrican platos, canastas, cucharones, bateas, totumas… que forman parte de la ambientación y presentación de los platos.

Contamos en la ciudad con chefs que incorporan en las partes traseras de sus restaurantes pequeños huertos desde los que se autoabastecen y hacen sus pruebas sacando germinados y microhierbas con un toque diferente. Chefs que se forman e informan sobre las temporadas de vedas y las especies en peligro, que optan por especies menos comerciales para permitir el desarrollo de las más demandadas.

Esto, que pareciera sucedió de forma casi instintiva, supuso aplicar a nuestras cocinas conceptos como producto de proximidad, consumo de productos locales, gastronomía sostenible, pero también el rescate de ciertos ingredientes cuyo consumo ha ido quedando limitado a comunidades un tanto aisladas o que por considerarse en algún momento poco glamorosos vieron disminuida su demanda.

No deja de llamarme la atención la forma en que conceptos de restaurantes venidos de fuera que aterrizan en Panamá plantean pseudo-fusiones en sus platos manteniendo su esencia foránea con los productos protagonistas importados, servidas en elegantes y caras vajillas venidas de quién sabe donde y sazonados con culantro en sus diversas formas (cortado en chifonade, convertido en chimichurri, en mermelada…) como forma de panameñizar.

Y es que para hacer cocina panameña hay que conocer las raíces, las tradiciones, la historia, los productos, los sabores… dejarse emocionar por ellos, respetarlos y, entonces, hacer fusión, de la forma en que ya otros chefs extranjeros lo han hecho en Panamá y que cuando degustas sus platos ni siquiera piensas sobre la procedencia del chef.

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